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domingo, 22 de febrero de 2015

HOMBRES NUEVOS



Hombres nuevos (I)


Si analizásemos los procesos históricos modernos desde la Revolución Francesa hasta nuestros días, descubriríamos una idea motriz común, presentada bajo diversos ropajes. Tal idea (por supuesto demencial, pero expuesta siempre con ardor desmelenado y fatua convicción) postula que se puede romper drástica y radicalmente con el pasado, fundando una nueva época que cristaliza en hombres nuevos, proyectados hacia un futuro esplendente a lomos del progreso. Esta idea, tan optimista como mentecata, de refundación de la Historia y regeneración humana está en la médula del espíritu revolucionario y se resume en la frase del genocida Jean-Baptiste Carrier, que después de encerrar a miles de antirrevolucionarios en barcos que hizo hundir exclamó exultante: «Convertiremos Francia en un cementerio si no podemos regenerarla a nuestro modo». Todos los movimientos políticos de los dos últimos siglos han hecho propio este desiderátum psicopático, cuyos orígenes debemos buscar en Descartes.



En su celebérrimo Discurso del método, Descartes propone una visión mecanicista de la naturaleza que, aplicada a la sociedad, inspiraría esta funesta idea de 'resetear' el mundo, empezando naturalmente por el hombre. Una vez que el mundo es concebido como una suerte de teorema matemático, resulta inevitable que tarde o temprano surja el deseo de fabricar un mundo más perfecto, habitado por hombres que se hayan despojado de las cargas y gravámenes antiguos (¡el odioso pecado original!), para convertirse en una raza de dioses que imponen su sacrosanta voluntad sobre la realidad, remodelándola, negándola, refutándola y, en caso de que tales técnicas se revelen estériles (como suele ocurrir, porque la realidad es muy tozuda), haciendo como si no existiese. Este voluntarismo vesánico (y a la vez irrisorio) daría lugar a una serie de deformaciones racionalistas que ahora no tenemos tiempo de analizar: revisionismos históricos, idealismos filosóficos y constructivismos antropológicos de toda índole, con frecuencia aberrantes y casi siempre desquiciados.



Naturalmente, al mecanicismo cartesiano se sumarían luego otras corrientes de pensamiento que contribuyeron a esta tarea de regeneración humana. El naturalismo de Rousseau propiciaría el advenimiento del primer 'hombre nuevo' con nombre propio, el 'ciudadano', que puede guiarse por su voluntad benéfica e infalible, autónoma y soberana. Las hipótesis de Darwin, por su parte, servirían para soñar con una raza de hombres mejor dotados, tanto en el carácter como en la constitución biológica, capaces de desarrollar un sentido ético (y étnico) superior. Al modernismo religioso, por su parte, no le bastó con que la Redención hubiese beneficiado espiritualmente al hombre caído, sino que imaginó al ser humano en un perenne estado de perfectibilidad que lo llevaría (según la alucinada escatología de Teilhard de Chardin) a fundirse con Dios, en un afrodisiaco punto G (perdón, quería decir punto Omega).



Este mito de la perfectibilidad humana es el motor (con carburante adulterado) de todas las utopías, que resucitaron el sueño de una Edad de Oro, despojada de la grandeza con que se revestía en las viejas mitologías paganas y acondicionada a la vulgaridad con olor a berza cocida y estufa mal purgada de las ideologías, que han ido evolucionando desde las orgullosas proclamas del racionalismo más infatuado al vómito balbuciente y sentimental de la razón hecha trizas (según aquel infalible principio mecánico y biológico que nos enseña que todo lo que sube baja). Sobre los quiméricos 'hombres nuevos' soñados por el comunismo, el fascismo o el nazismo nada diremos, pues ya han sido sobradamente diseccionados y hasta vulgarizados por el cine de Hollywood y los tertulianos más analfabetos. Mucho más interesante se nos antoja la figura del 'hombre nuevo' democrático, que en parte es el hombre-masa de Ortega (un hombre orgulloso de su vulgaridad, engolosinado en su bienestar, que sólo se guía por sus apetitos, mientras cree aseguradas la estabilidad política y la seguridad económica), en parte el hombre unidimensional de Marcuse (dedicado únicamente a producir y consumir e idiotizado por los mass media) y en parte el hombre programado de Skinner (un producto de la ingeniería social cuya conducta y pensamiento están inducidos, incluso determinados por el medioambiente, lo cual lo hace felicísimo).



La democracia plantea un problema acaso irresoluble, que es el de la representación política. A la gente se le dice que, a través del voto, elige a sus gobernantes, que estarán obligados por un mandato representativo a atender las peticiones de sus votantes. Pero lo cierto es que tal representación política nunca ha sido plena; y, en las democracias de nuestra época, puede decirse sin temor a la hipérbole que tal representación es casi nula, pues los gobernantes están al servicio del Dinero, que es el que les da las órdenes. Si la gente cayese en la cuenta de que no existe representación política, se podría desencadenar una revolución que aniquilase este contubernio del poder político y el Dinero; y para que esto no ocurra, se arbitra entonces una emplearemos la misma expresión que Platón utiliza en su República «sublime mentira» que haga creer a la gente que su voluntad es soberana y los gobernantes de desviven por atenderla. Así se crea el mito del hombre nuevo democrático, que, a diferencia del hombre nuevo de los totalitarismos, no surge tras un periodo de violencia revolucionaria, sino de manera pacífica, hasta alcanzar lo que Augusto Comte llamaba el «estado positivo de la Humanidad», que a su juicio (¡y tenía razón, el muy bellaco!) se lograría a través de la propaganda y la educación. En esta misma idea abunda Marcuse, quien señala que «la democracia consolida la dominación de manera más eficiente que el absolutismo», sin necesidad de recurrir al «terror explícito».



En un artículo anterior señalábamos que el hombre nuevo democrático era una mezcla del hombre-masa de Ortega, el hombre unidimensional del mencionado Marcuse y el hombre programado de Skinner. Detallaremos ahora un poco más el proceso que se sigue para lograr esta metamorfosis, cuyo fin último no es otro sino crear por sugestión el espejismo de que somos titulares del poder político, cuando en realidad solo somos sus felpudos. Para que tamaña sugestión cale en la llamada 'conciencia colectiva', es preciso actuar primeramente sobre las mentes humanas, logrando la desconexión plena entre sus estructuras intelectivas superiores (allí donde residen las funciones específicas del pensamiento, la capacidad de juicio y la responsabilidad) y los impulsos vitales, de tal manera que estos dejen de estar controlados por la inteligencia y se conviertan en meras expresiones de la voluntad. De este modo, mediante la desconexión de inteligencia y voluntad, se logra salvar el reparo fundamental que los partidarios de la aristocracia han hecho a la democracia, pues como atinadamente observaba Donoso Cortés, «si las inteligencias no son iguales todas, todas las voluntades lo son. Solo así es posible la democracia».



Una vez lograda esta desconexión, al hombre nuevo democrático se le infunde la ilusión de que sus deseos e impulsos vitales, puesto que son la expresión más 'auténtica' de su voluntad, deben ser atendidos por el Estado. Pero no hay organización política que pueda atender simultáneamente millones de deseos salidos de millones de voluntades: por eso el gobernante recto no atiende deseos personales, sino que procura atender el bien común; y por eso el gobernante degenerado, para infundir la ilusión de que atiende deseos personales, necesita que todas las personas deseen lo mismo, para lo que es preciso convertirlas en masa gregaria. Este proceso de masificación social, tan crudamente animalesco, era realizado en los regímenes totalitarios con métodos expeditivos y carentes de delicadeza, pero en las democracias se realiza con métodos mucho más finolis y recatados, mediante la exaltación de la igualdad, una golosina que a todos gusta, pues es el homenaje que la democracia rinde a la envidia. Esta utilización espuria de la igualdad como «camino hacia la esclavitud» o coartada para la masificación y uniformización de los pueblos ya fue vislumbrada por Tocqueville en La democracia en América: «Todo poder central que sigue sus instintos naturales ama la igualdad y la favorece; pues la igualdad facilita singularmente la acción de semejante poder, lo extiende y lo asegura (...) Se puede decir, igualmente, que todo poder central adora la uniformidad, pues la uniformidad le ahorra el examen de una infinidad de detalles de los que debería ocuparse si hiciera las reglas para los hombres, en lugar de hacer pasar indistintamente a todos los hombres bajo la misma regla».



Pero ¿cómo se consigue «hacer pasar indistintamente a todos los hombres bajo una misma regla»? ¿Cómo se alcanza la masificación social, requisito previo para crear el hombre nuevo democrático? Trataremos de explicarlo en un artículo próximo.

Fuente                                       Juan Manuel de Prada

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