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jueves, 12 de marzo de 2015

HOMBRES NUEVOS III



Hombres nuevos (III)


En su obra Echar raíces, Simone Weil escribe: «El arraigo quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana. Un ser humano tiene raíces en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del futuro. [...] El ser humano tiene necesidad de echar múltiples raíces, tiene la necesidad de recibir la totalidad de su vida moral, intelectual y espiritual de los medios de los que forma parte naturalmente». Para alcanzar la masificación de la que emerge el hombre nuevo democrático, es preciso desarraigar al ser humano, arrancar las raíces que lo nutren de una vida moral, intelectual y espiritual. Debe comenzarse, por supuesto, con el desarraigo espiritual, pues es en su enraizamiento con Dios donde el hombre encuentra explicaciones a su razón de ser en el mundo, a su procedencia y destino final. Una vez logrado este desarraigo espiritual, nada más sencillo que lograr su desarraigo existencial, pues una vida privada de causa y destino es inevitable que acabe pudriéndose, enmarañándose de angustia, entregándose al vacío existencial, flotando en el marasmo del tedio o de la búsqueda desnortada de analgésicos que mitiguen su pudrición, su angustia, su vacío y su tedio. 

Este desarraigo existencial, que es ruptura de los lazos cordiales que nos vinculan a una realidad iluminada desde lo alto, acaba inevitablemente engendrando también desarraigo intelectual, porque la insatisfacción con un mundo que hemos dejado de entender nos obliga a concebir idealismos y utopías que nunca se realizan, agigantando nuestra conciencia de fracaso. Y, a la vez, se produce también el desarraigo moral: una vez rotas las raíces con los mandatos religiosos, el hombre desarraigado se ve obligado a suplirlos con su flaca voluntad; pero ya explicábamos en un artículo anterior que a los hombres nuevos democráticos se les ha dicho que su voluntad soberana se expresa mediante el ejercicio de sus impulsos vitales, por lo que resulta lógico que (salvo unos pocos espíritus privilegiados) se guíen por el interés propio y la satisfacción de sus deseos, apetitos y conveniencias.

Este desarraigo conlleva la progresiva destrucción de los vínculos humanos, empezando por la familia, y hace imposible una comunidad política concordante en los fundamentos que garantizan su supervivencia. Pues lo que caracteriza a los hombres desarraigados es su discordancia en lo fundamental (cada uno profesa un idealismo o utopía distintos), su individualismo orgulloso y egoísta, que los conduciría a la aniquilación (bien porque acabarían a la greña, bien porque se resignarían al aislamiento y la incomunicación), si no fuera porque el poder, muy taimadamente, les ofrece, como garantía última de supervivencia, esa «uniformidad» a la que se refería Tocqueville. Una vez destruida aquella «colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del futuro» a la que se refería Weil, a estos hombres desarraigados no les queda otra salida sino resignarse a convertirse en masa, en una sociedad de hombres unidimensionales en la que según explicase muy atinadamente Herbert Marcuse todo está estandarizado, uniformizado, pasado por el tamiz del conformismo social; y donde las necesidades de los individuos desarraigados están inducidas por los intereses del poder, que puede obligarlos (¡sin necesidad de ejercer la violencia!) a comprarse un automóvil, o a embrutecerse viendo la televisión, o a aprender el manejo de tal o cual maquinita o programa informático porque, una vez despojado de aquellos vínculos naturales que permitían aflorar las personalidades fuertes, el hombre desarraigado ya no tiene otro medio de afirmar su autonomía (¡su soberana voluntad!) sino realizar vulgares acciones que, sin embargo, el muy memo cree expresión de su irrepetible individualidad, aunque sean las mismas acciones que hacen con levísimas variantes millones de hombres masificados.  

 Para lograr que esa masa de hombres nuevos, a la vez que chapotean en su vulgaridad inducida, crean orgullosamente que sus acciones y pensamientos son distintivos, hay que infundirles la creencia irrisoria de que piensan y actúan 'por libre', de que todo lo que sale de su caletre es auténtico y originalísimo, cuando en realidad no es sino una morralla de prejuicios, lugares comunes y opiniones preconcebidas que otros les han implantado, a modo de chips.  

En un artículo próximo veremos cómo se consigue que ese hombre unidimensional se crea ilusoriamente lleno de ideas propias y originalísimas.


Fuente                                       Juan Manuel de Prada
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