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lunes, 13 de abril de 2015

LA ESPAÑA PERDIDA




Sobreviva España. Defensa de un patriotismo cultural

Siempre es traumático asistir a la demolición de una certidumbre, así en la vida individual como en la vida colectiva. Hoy, en España, estamos viviendo una de esas demoliciones: la extinción formal de la nación española.
 
Los órganos del Estado han reconocido oficialmente, con rango de ley, la presencia de varias naciones en el seno de España. Es una novedad formidable cuyo alcance no puede quedar sepultado bajo el adormecedor ronroneo de la mayoría mediática. La identidad política de España ha venido siendo históricamente nacional, y no otra cosa (imperial, confederal, etc.), desde hace varios siglos hasta la Constitución vigente. Si ahora los poderes del Estado ratifican la existencia de otras naciones en su interior, esto significa que España ha decidido dejar de existir como nación. Como quiera que tal decisión ha venido acompañada por un amplio respaldo de los poderes fácticos y por la inhibición de la mayor parte de la ciudadanía, así como por un reparto efectivo de poder que beneficia a determinadas oligarquías locales, podemos concluir que nos hallamos ya en una vía sin retorno: el esfuerzo de invertir la corriente exigirá unas energías que no parecen existir hoy en nuestro país. España, pues, ha decidido poner fin a su existencia como Estado-nación. Por supuesto, seguirán funcionando las autopistas, los hipermercados y la televisión; al menos, por el momento. Nada, en la superficie, alterará la vida de los españoles. Salvo que cada vez será más difícil saber qué entendemos exactamente por “españoles”.
 
El paisaje de la descomposición
 
No dramaticemos. Las naciones surgen, florecen y mueren. Siempre ha sido así en la Historia. No hay ninguna nación eterna. La Historia es precisamente el ámbito en el que hemos de contemplarnos. Podemos emplear el método que Ortega toma de Mommsen en España invertebrada: reconstruir la trayectoria de la nación española como un proceso dinámico de incorporación, primero, y desagregación después. Hace decenios que las fuerzas de la disgregación nacional parecen imparables. Nunca han faltado intentos, tenaces y sucesivos, de detener el proceso, pero sus éxitos han sido efímeros, incluso cuando parecieron definitivos. En esta perspectiva dinámica, lo que hoy estamos viviendo, a principios del siglo XXI, no puede verse sino como un paso más en la pendiente. Estamos siguiendo el camino marcado por nuestra Historia.
 
Conviene subrayar, por otro lado, que la existencia de los Estados-nación conoce hoy día circunstancias más bien precarias en todo el mundo. Es un fenómeno sobradamente conocido y analizado: al paso de las conmociones geopolíticas y del desarrollo económico, los viejos Estados han ido perdiendo, por arriba, sus competencias de soberanía (la defensa, la moneda, la política exterior), y por abajo, sus competencias de regulación (descentralización, privatización de servicios, etc.). Eso ocurre hoy en todas partes y de manera más acusada en los Estados más desarrollados. Sobre ese paisaje, que es general, en España añadimos la particularidad de nuestra propia historia: un Estado que fue el primero de Europa en merecer el nombre de moderno, donde el brutal efecto homogeneizador de las revoluciones burguesas siempre se mostró más atenuado que en otros países y que, tanto por su veteranía como por su escaso perfil burgués, no creó los instrumentos precisos para uniformizar la identidad política nacional. Esto no es un juicio de valor, sino, simplemente, una constatación. Y el hecho es que hoy España se enfrenta a la crisis general de los Estados-nación con un equipaje bien frágil.
 
Ahora bien, una nación no es necesariamente un Estado-nación. Hay otras formas de vida nacional. España fue nación antes de que hubiera un Estado moderno. ¿Por qué no podría seguir existiendo sin Estado que la sostenga? Esta hipótesis resulta difícil de aceptar a primera vista porque los españoles, desde hace varios siglos, hemos venido depositando en el Estado (moderno) la materialización de nuestra identidad política. Sin embargo, no siempre fue así. Los europeos, en general, estamos acostumbrados a entender nuestra nacionalidad en el marco de un Estado. Pero el Estado-nación es una construcción limitada en el tiempo y en el espacio; es una creación concreta de los europeos en la edad moderna. Después se ha extendido a otras partes, hasta el punto de poder decir que es la instancia política por excelencia en el ámbito de la civilización occidental, pero no es una realidad ni universal ni eterna. Hubo identidades políticas propiamente nacionales –es decir, etimológicamente, vinculadas a una comunidad de nacimiento- mucho antes de que el Estado-nación existiera. Hubo franceses con conciencia de serlo antes de 1789, como hubo alemanes conscientes de ser tal antes de la primera gran unificación. También hubo españoles antes de 1492. Por lo mismo, tampoco es tan fácil decretar la extinción de una nación.
 
La naturaleza de las naciones
 
¿Qué es una nación? He aquí una pregunta que no puede plantearse sin exponerse al naufragio. Limitémonos, pues, a una descripción funcional. Una nación es una identidad política comunitaria. Está compuesta por hombres que poseen una conciencia política común por el hecho de pertenecer a un mismo espacio de vida y de experiencia. El compartir un mismo pasado y un mismo presente crea vínculos que superan la simple suma aritmética de los individuos. Tal conciencia de comunidad política no es algo que nos venga en los genes ni que se derive del territorio, de la religión o de la raza. Es más bien una conquista del espíritu en el escenario de la Historia. Desde un punto de vista antropológico, no hay naciones naturales. Si a lo natural acudimos, puede hablarse de “pueblos” en el sentido que los etnólogos dan al término: grupos humanos que comparten un cierto número de rasgos y que desarrollan una identidad colectiva. La identidad actúa en dos direcciones: hay una identidad ipse que nos dice quiénes somos (“mi identidad”), y hay una identidad idem que nos asemeja (nos hace “idénticos”) al prójimo.
 
Del juego de identidades idem e ipse, que se mueve siempre en varias direcciones a la vez, aprendemos quién es nuestro prójimo y quién es nuestro otro, quién es como nosotros y quién es diferente. Pero un grupo así definido –digamos un pueblo- no es todavía una identidad política y puede que no lo sea jamás: pensemos en los lapones o en los esquimales, por ejemplo. Para que surja una identidad política es preciso que el grupo se vea a sí mismo como tal en el marco de la Historia, que ese sentimiento sea permanente, difundido entre los miembros del grupo y que de él se deduzca, generación tras generación, una tendencia a organizarse también en lo histórico, es decir, para las generaciones futuras. Por ejemplo, los españoles del siglo XIII poseían una conciencia de identidad política que les venía dada por el imperativo de la Reconquista, y ello incluso bajo el dominio de reyes enfrentados entre sí. Aquí es donde podría hablarse ya de nación, incluso si el grupo en cuestión no se otorga ese nombre.
 
Esta perspectiva del concepto de nación tiene poco que ver con las habituales en el debate político o periodístico, que circunscribe lo nacional a la conciencia política moderna, ya sea bajo la forma individualista del citoyen o bajo la forma colectiva del Volkgeist. Es cierto que el empleo masivo del término “nación” aparece con la modernidad política, pero sería absurdo creer que sólo en la modernidad existe una conciencia política colectiva. Basta pensar en el juramento de los jóvenes de Atenas para ver en la Ciudad una forma de identidad política que perfectamente podemos calificar, con ojos de hoy, como nacional. La historiografía materialista ha tendido a interpretar lo nacional como una superestructura del Estado burgués: la burguesía triunfante se apodera del Estado y difunde la idea de nación como una cobertura ideológica para asegurarse la subordinación de las masas. El análisis sería correcto si no fuera porque la idea de nación o, por mejor decir, la conciencia que le sirve de base, ya existía antes de las revoluciones burguesas. La conciencia de poseer una identidad política comunitaria es previa a la propia idea moderna de nación. Puede argüirse, ciertamente, que sólo con la modernidad se convierte la nación en escenario central de lo político. Pero es que no hay sólo una nación política; hay también lo que podríamos llamar una nación histórica, y es justamente ésta la que legitima, en el plano de la Historia, el surgimiento de la nación política.
 
Nación política y Nación histórica
 
Nación política y Nación histórica son dos realidades distintas. La primera es un dato de carácter exclusivamente político; la segunda, que posee un carácter político, es además un dato de carácter cultural y espiritual. La nación política es un concepto típicamente moderno; su expresión más nítida es la equivalencia entre tercer estado, pueblo y nación operada por la Revolución Francesa. La nación histórica es un concepto más amplio: nos habla de una identidad política circunscrita a un territorio, sostenida generación tras generación y encarnada por una unidad de poder variable en la forma (imperios, monarquías de derecho divino, repúblicas, etc.), pero constante en el fondo. La nación política designa la materialización de la identidad política en un espacio de poder: un Estado con sus elites, sus reglamentos, sus leyes, sus competencias soberanas. La nación histórica designa la conciencia de poseer una identidad política común a lo largo de las generaciones: una cultura, una historia, unas tradiciones, un espacio común de experiencia.
 
España, como nación histórica, existe desde que hay españoles conscientes de ser tales, de constituir una unidad profunda y, también, de la necesidad de ocupar un territorio que consideran propio, lo cual acontece en la Reconquista bajo el imperativo de recuperar la “España perdida”. España, como nación política, ha conocido distintas conformaciones desde la desaparición del antiguo régimen, conformaciones edificadas sobre conceptos muy diferentes de la naturaleza del poder, ya fuera en la Restauración, en la II República, en el régimen de Franco o en el actual Sistema de 1978. Bien podría decirse que el problema histórico de España, el llamado “problema nacional”, no reside tanto en nuestra condición de nación histórica, que es bien visible y además muy ilustre, como en la naturaleza de nuestra nación política, permanentemente puesta en cuestión desde las Cortes de Cádiz y, aún más intensamente, desde 1898.
 
La fragilidad de la nación política no tendría por qué afectar gravemente a la solidez de la nación histórica. Precisamente, lo que permite a la nación política sobrevivir, generalmente bajo la herramienta del Estado, es la preexistencia de la nación histórica; es la continuidad de ésta la que confiere legitimidad a la primera. Sin nación histórica, la nación política no es más que una máscara o, por mejor decir, una hueca cáscara. Buena parte de la tragedia de las naciones europeas, en el último medio siglo, es que la nación política ha sido completamente invadida por el Estado y sus elites –especialmente partitocráticas-, las cuales, por otro lado, se han despreocupado crecientemente de lo político para centrarse en aspectos simplemente de gestión, haciendo derivar el Estado hacia el Mercado. Este proceso ha sido particularmente agudo en la España de la Constitución del 78. Se diría que, para apuntalar la nación política sobre bases de cierto consenso, se ha sepultado a la nación histórica. Así se ha ejecutado una mutilación de graves consecuencias: la nación política se ha desentendido de la nación histórica –basta pensar en la Historia de España que se enseña en nuestros colegios- y se ha reducido al dominio formal del Estado, cada vez más lejos de los ciudadanos; la identidad política comunitaria ha perdido su fundamento, el Estado ha quedado vacío de sentido.
 
Importa mucho subrayar esto: lo que hoy estamos viendo resquebrajarse en España –pero no sólo aquí- es la nación política, esto es, la forma material de organización de la identidad política colectiva a partir de las ideologías modernas. Al margen del proceso queda la nación histórica, es decir, la conciencia de pertenecer a una comunidad política con vigencia en la Historia universal. Claro que el hundimiento de la nación política habría sido imposible si, previamente, la nación histórica no hubiera sido previamente ignorada, maltratada, dejada de lado. ¿Parece un proceso excesivamente abstracto, alejado de la realidad vital de los ciudadanos? No lo es tanto: pensemos en nítidos ejemplos de desprecio de la nación histórica como ese de eludir el nombre de España y sustituirlo por “Estepaís” o “Estado español”. Nuestra situación, hoy, puede resumirse así: la nación política reconstruida en España en 1978, para afianzar su poder, marginó a la nación histórica; treinta años después, esa nación política se enfrenta a una crisis sin precedentes, tan honda que incluso renuncia a llamarse “nación”.
 
Lo que hay que salvar
 
¿Quieren acabar con la nación política, es decir, la nación encarnada en un Estado con sus poderes y sus funciones, sus instituciones y sus magistraturas? Bien: que acaben. En esto incluso convenga ser nietzscheano: si algo está cayendo, empujadlo. ¿Qué sentido puede tener ya para nosotros, hombres del siglo XXI, un artefacto administrativo desposeído de sus grandes funciones de soberanía, sin control efectivo sobre la propia economía o la propia milicia, incapaz también de regular la vida pública en el espacio de la vida ciudadana y, para colmo, que ha renunciado a su última justificación, que era encarnar el hecho nacional? Si el Estado-nación español no ha sido capaz de sobrevivir a sí mismo, es que, probablemente, no lo merecía.
 
Ahora bien, hay algo que no depende de un Estado, que no está sujeto a una elite política, ni a los poderes fácticos ni a la mayor o menor mezquindad de los ciudadanos en la plaza pública. Hay algo que está por encima de todo eso, que tampoco se subordina a un momento determinado de nuestra trayectoria colectiva y que seguiría existiendo incluso si la mayoría absoluta del pueblo decidiera destruirlo. Esa potencia capaz de aguantar cualquier desastre y también cualquier traición es la nación histórica: la nación como depósito de una identidad política comunitaria que se ha extendido a lo largo de los siglos. Aquí caben muchas cosas: una lengua (pero también todas las lenguas que se hablan en nuestro espacio político), una herencia cultural, una cierta manera de entender la solidaridad entre todos los españoles, también una urgente defensa de la necesidad de redescubrir un bien común.
 
A esta actitud de defensa de la nación histórica no podemos –ni queremos- llamarla nacionalismo, pues de ella no se deduce una doctrina que convierta a la nación en eje único de la vida pública. Pero sí podemos –y debemos- llamarla patriotismo, porque su horizonte es el amor a la patria, a un ámbito de vida y de experiencia decantada a lo largo de los siglos, que nos ha visto nacer y que deseamos abrazar con la naturalidad y la libertad con que uno abraza a sus padres. Patria o Matria, lo mismo da. En un momento histórico de descomposición de los viejos Estados modernos, de conformación de nuevos bloques de poder y de transnacionalización de las grandes apuestas, la pregunta que debe preocuparnos no es cómo mantener viva la nación política, sino cómo hacer para que sobreviva la nación histórica, es decir, para que España siga existiendo como agente en la Historia universal.
 
A este tipo de patriotismo se lo puede adjetivar como “cultural”, pues su norte es la pervivencia de una cierta forma histórica –la española- de estar en el mundo. También se lo puede adjetivar como “identitario”, pues descansa sobre el propósito de mantener y afianzar lo español como identidad comunitaria. Lo cual no quiere decir que renuncie a lo político, pues esa identidad cultural no sobrevivirá si renuncia a hacerse presente en la organización de la vida pública, en el campo de la discusión y de la decisión. El patriotismo de la nación histórica no desdeña la construcción de una nación política, pero la subordina a la supervivencia de la identidad política colectiva, que es de naturaleza espiritual, no institucional, y cuyo escenario no es el boletín oficial, sino la historia y la voluntad de hacer que ésta perdure.
 
Entenderemos que muchos no deseen seguir por este camino: tal vez pesa demasiado la seducción de un mundo sin identidades ni lazos, sin obligaciones ni herencias, aparentemente libre en su infinita apertura, en su globalización. Pero ese mundo también tiene sus esclavitudes: ya no las del Estado Leviatán, pero sí las del Mercado Behemoth, aquel otro monstruo bíblico al que Hobbes, como contraparte del Leviatán, atribuyó la representación de la querella interminable y de la guerra de todos contra todos, del caos en la indiferencia y en la oscuridad. El mundo sin naciones, ni patrias ni culturas es el mundo de Behemoth. Nosotros queremos seguir teniendo una nación. Léase como un llamamiento a los últimos hombres fieles.


Fuente                                      José Javier Esparza
blogdeesparza  
                      
           (Conferencia en la Universidad de Verano de DENAES, Santander, 2006)

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