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sábado, 18 de abril de 2015

CAPITALISMO Y COMUNISMO



Capitalismo y comunismo

El deshielo de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba tiene a los que se chupan el dedo espantados o, por el contrario, jubilosos. Quienes ingenuamente se creyeron la tabarra de que capitalismo y comunismo (¡como democracia y dictadura!) eran dos fuerzas en oposición insalvable y consideraban puerilmente que Fidel Castro era el demonio, o bien que los yanquis eran la gran ramera, andan ahora llorando por las esquinas. Por su parte, las masas cretinizadas que meriendan nardos y cada día se chutan su sobredosis de propaganda sistémica suponen que este abrazo caribeño prefigura una nueva era de paz y delicias universales; y andan exultantes celebrándolo.


Nos advertía Leonardo Castellani que capitalismo y comunismo «coinciden en su núcleo místico: ambos buscan el Paraíso Terrenal por medio de la técnica; y su mística es un mesianismo tecnólatra y antropólatra, cuya difusión vemos hoy día por todos lados, y cuya dirección es la deificación del hombre; la cual un día se encarnará en Un Hombre». Señalaba también que capitalismo y comunismo tenían encomendada una misión común, que no es otra sino reducir a escombros el orden cristiano: el comunismo sin antifaces ni disimulos; el capitalismo de un modo mucho más sibilino, asegurando taimadamente que su intención es defenderlo. De ahí que, como afirmase Álvaro d’Ors, el comunismo al menos pueda hacer mártires, mientras que el capitalismo no hace más que herejes y pervertidos. Castellani vislumbraba proféticamente que capitalismo y comunismo acabarían amalgamándose, por «hazaña del Anticristo».


No fue Castellani, sin embargo, el único que vislumbró esta íntima mismidad de capitalismo y comunismo. Chesterton nos explicaba que el capitalismo conduce al enriquecimiento de unos pocos, fundado en el despojo de la propiedad del pueblo, al que se convierte en masa de trabajadores asalariados con un nivel de ingresos mayor o menor, según la voluntad de los amos, mientras que el comunismo se propone lo mismo, pero en nombre del «Estado», que también controlan unos pocos. Capitalismo y comunismo, a la postre, tenían para Chesterton el mismo propósito, que no era otro sino favorecer a unas oligarquías a costa de despojar al pueblo. Más incisivo aún, Belloc avizoró la formación de un «Estado servil», híbrido de capitalismo y comunismo, en donde el trabajo asalariado de una mayoría abrumadora de la sociedad se haría obligatorio, en beneficio de una minoría propietaria; y, para que este despojo y nueva esclavitud no resultase insoportable a esas masas asalariadas, se suministrarían diversas morfinas. La más importante de todas, avizorada por Chesterton, es esa religión que, «a la vez que prohíbe la fecundidad, exalta la lujuria»; o sea, los «derechos que bragueta» que son el pináculo (y a la vez el sostén) del Estado servil.


Pero fue el propio Marx quien dejó escrito que el comunismo procede del capitalismo y se desarrolla históricamente con él; y la dialéctica hegeliana los conduce a una síntesis, que es la que ahora se ha impuesto, con diversas variantes autóctonas (socialdemocracia en Europa, capitalismo estajanovista en China, etcétera), hasta configurarse como Nuevo Orden Mundial, del que Estados Unidos es capataz. Un Nuevo Orden Mundial del que podría decirse lo mimo que Rubén Darío le escupía a Roosevelt: «Y, pues contáis con todo, os falta una cosa… ¡Dios!».


Y ahora Estados Unidos escenifica este abrazo caribeño, para júbilo o espanto de los que se chupan el dedo. Nosotros suscribimos a Gómez Dávila: «El comunista odia el capitalismo con complejo de Edipo. El reaccionario lo mira tan sólo con xenofobia».

Fuente                              Juan Manuel de Prada
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viernes, 17 de abril de 2015

UNA COSMOVISIÓN DIFERENTE




Elogio de la disidencia 

Acaba de aparecer, publicado por Ediciones Fides (edicionesfides.com), el libro colectivo titulado Alain de Benoist. Elogio de la disidencia. Se trata de un volumen con variadas colaboraciones en forma de anécdotas, experiencias personales, críticas, estudios, recuerdos, síntesis, bibliografías, premoniciones, propuestas… Lo único importante era escribir sobre él. ¿Para qué? Para restaurar el interés por su obra. Para animar a los espíritus inquietos de la periferia del sistema a iniciar un viaje en búsqueda de un pensamiento iconoclasta, disidente, rebelde, radical, en definitiva, una cosmovisión diferente.

En la gestación del libro han participado veintiséis autores, algunos de ellos próximos al pensamiento benoistiano, otros no tanto, otros, incluso, desde posiciones críticas pero siempre sabias y ponderadas. La lista es larga: Javier Ruiz Portella, Pedro Carlos González Cuevas, Rodrigo Agulló, José Javier Esparza, Jeónimo Molina, Primo Siena, Manuel Quesada, Néstor Luis Montezanti, Carlos Javier Blanco Martín, Horacio Cagni, Jordi Garriga, Rubén Expósito, Ernesto Milá, Alberto Buela, Michel Lhomme, Carlos Martínez-Cava, Carmen Martín Padial, Pascual Tamburri, Luis María Bandieri, José Vicente Pascual, Juan Pablo Vitali, Diego Luis Sanromán, José Alsina Calvés, Eduardo Basurto, Jesús J. Sebastián Lorente y Juan Antonio Llopart Senent.

Y la clásica cuestión: ¿Por qué un libro sobre Alain de Benoist?

Ante los progresivos estragos de la sociedad mercado-céntrica, muchos sectores de la sociedad europea reconocen la urgente necesidad de un giro antropológico radical hacia formas alternativas de organización política, social y económica. Desde hace tiempo se está reconociendo que es imprescindible proponer nuevos paradigmas que trasciendan las disciplinas que han respaldado el sistema actual, con su énfasis en el individualismo, la transformación de la naturaleza y las relaciones sociales en mercancías, la subyugación de todo al mercado y la centralidad de la propiedad y el dinero. En los pensadores de la Nouvelle Droite, agrupados en torno a la monumental obra de Alain de Benoist, podemos encontrar numerosos principios y paradigmas heterodoxos que deben ser analizados e incorporados a un conjunto teórico por los intelectuales comprometidos.

El debate actual en torno a la forma de superar las contradicciones que se evidencian en esta crisis global ocupa una parte importante de las discusiones en las esferas políticas, pero las recetas socioeconómicas están mostrándose inadecuadas para atender las prioridades y necesidades del momento. Para superar este impasse ideológico, será necesario entender las limitaciones de los paradigmas vigentes e identificar los caminos alternativos ofrecidos por otros paradigmas, otras epistemologías. La necesidad de aprovechar otros paradigmas, de replantear nuestros análisis, sugiere un profundo cuestionamiento respecto a la responsabilidad de los intelectuales y de nuestros políticos. 

¿Hasta qué grado contribuimos o somos cómplices en nuestra práctica actual de la malevolencia del tipo de modernidad emanada del proyecto civilizatorio occidental, de una globalización que está construyendo mayores injusticias cada día, intensificando los métodos de la violencia institucionalizada, destruyendo las propias bases naturales de las que depende nuestra existencia?, ¿con qué instrumentos podemos evaluar nuestras ideas y proyectos para no reproducir y extender el sistema vigente, para criticarlo, para regenerarlo, si sus raíces igualitarias están extendiéndose universalmente para ampliar y profundizar su malignidad?

Ciertamente, no contamos con las instituciones o con la capacidad colectiva para exigir a nuestros supuestos “líderes” el cumplimiento de una nueva normatividad; pero desde nuestras conciencias atrincheradas nos dedicamos a la búsqueda de verdades y a la definición de los más altos valores políticos, sociales, humanos, porque aquellas carencias no nos absuelven de la responsabilidad de insistir en nuestros valores.

Debemos comenzar reconociendo la importancia de la solidaridad como factor fundamental en la evolución de nuestra sociedad. Podríamos remontarnos a las aportaciones de diversos antropólogos, quienes identificaron la centralidad de la reciprocidad del intercambio en la formación de sociedades en cualquier momento de la historia. Asimismo, podríamos reconocer la originalidad de las aportaciones de algunos economistas que han identificado la importancia del carácter institucional de un “mercado universal”. Podríamos destacar también la emergencia de la asociación comunitaria o comunitarismo, con sus formas de democracia directa o participativa reconfiguradas como un mecanismo alterno a las funciones desempeñadas por el Mercado y por el Estado en la asignación de los recursos y en el desarrollo de capacidades tecnológicas. Este planteamiento supone la posibilidad de desarrollar procesos de innovación y construcción de otras racionalidades, asumir que otros mundos son posibles, guiados por principios de justicia y equidad social, con una reorientación hacia lo colectivo (en oposición a lo individual), al desarrollo del bienestar (en oposición al crecimiento) y el respeto a la explotación de los recursos naturales (en oposición al capital). En definitiva, construir nuevos entornos autónomos y soberanos para combatir las prácticas salvajes del neoliberalismo.

La construcción de nuevos paradigmas –políticos, sociales, económicos– para “otros mundos mejores” no es algo nuevo. Pero a diferencia de las propuestas interdisciplinares y multiculturales, el diálogo de ideas que presentan pensadores como Alain de Benoist incorpora de manera explícita el rechazo del poder unívoco frente al pluralismo del debate, la negociación y la democratización del conocimiento. Representa, entonces, el reconocimiento de los saberes –autóctonos, tradicionales, locales– que aportan sus experiencias y se suman al conocimiento científico y técnico, pero implica la ruptura de una vía homogénea hacia la sustentabilidad, la apertura hacia la diversidad que rompe la hegemonía de una lógica unitaria y va más allá de una estrategia de inclusión y participación de visiones alternativas y racionalidades diversas… La construcción de otros mundos está en proceso.

En fin, Pascual Tamburri recuerda cómo Alain de Benoist nos ha explicado que la oposición activa y no meramente mercantil al liberalismo, al marxismo y sus derivados no tiene por qué pasar necesariamente por "el fundamentalismo religioso, el atlantismo occidental, la defensa del capitalismo y el apoyo a la ideología de mercado", ni por "una mezcla de nacionalismo y xenofobia", ni por la "ideología de la igualdad", ni por el universalismo, ni por el progresismo, ni por la simple democracia formal. El hecho que no todos ven, pero que todos padecemos, es que «el mundo que ha prevalecido desde el fin de la II GM ha terminado…. estamos asistiendo al fin de un gran ciclo histórico de la modernidad. Hemos entrado en la era de la posmodernidad».

¿Qué hacer?, se pregunta Rodrigo Agulló: «Toda propuesta disidente que se precie debería aspirar, en primer término, a eliminar esa brecha creciente entre el pueblo y sus gobernantes. Un problema sobre el que la ND ha venido alertando durante décadas y en torno al cual ha venido articulando vías de reflexión alternativas: la reactivación de la idea de ciudadanía, frente a la oligarquía político-mediático financiera en plaza; la reivindicación de la política, frente al dogma tecnocrático en curso; la defensa de las identidades y las culturas, frente a las tendencias homogeneiza-doras de la globalización; el fomento de un auténtico pluralismo, frente a la tiranía del pensamiento único; la promoción de una democracia participativa que implique a todos en una comunidad de destino. Y partiendo de un hecho no siempre a primera vista evidente: democracia y liberalismo no son términos sinónimos. En aspectos importantes, pueden ser incluso nociones opuestas. Una reinvención de la democracia, en suma. Pero que en cualquier caso se inscriba -valga la redundancia- en un horizonte inequívocamente democrático A pesar de la fuerte crítica a la que somete al liberalismo, la ND no ha tenido empacho en asumir lo mejor que esta doctrina puede ofrecer: la idea de libertad […]».

¿Qué hacer?, se preguntaba también Dominique Venner. ¿Habrá servido todo esto de algo?, se cuestionaba Michel Marmin. Parece más que probable la aparición de “nuevas” derechas e izquierdas, o bien de movimientos sociales que combinen elementos de ambas, tendencia en la que Alain de Benoist ha sido un auténtico “precursor”, porque –continúa Agulló‒ «más que situarse en una posición de exclusión (ni de derechas ni de izquierdas) o de extrañamiento (más allá de la derecha o la izquierda), lo que ha hecho es adoptar un enfoque inclusivo (de derecha y de izquierda) y ensayar posibles fórmulas conciliatorias: ideas de izquierda más valores de derecha». El valor añadido y el mérito principal de Alain de Benoist «no ha sido tanto la originalidad o un despliegue de hallazgos novedosos, sino la voluntad de síntesis, la capacidad de ensamblaje en un sistema coherente, la ambición de proponer una visión global» durante las últimas décadas, con un espíritu enciclopédico, no exento de genialidad, pero, sobre todo, de buena fe. Rodrigo Agulló le pone título: la disidencia perfecta.

Fuente                                    Jesús J. Sebastián

jueves, 16 de abril de 2015

PROCESOS SECESIONISTAS EN AMÉRICA



Un fragmento de los "aspectos económicos"

Nos complace publicar una pequeña parte de lo que forma un amplio y riguroso trabajo que D. Cesáreo Jarabo Jordán (autor de "El primero de los insurgentes") ha desarrollado sobre los movimientos secesionistas en América. El trabajo completo será editado -Dios mediante- en papel en breve. Su autor nos ha concedido el honor de publicar este fragmento que ofrece una idea de lo que es un estudio histórico exhaustivo. 
 
Conforme señala Tulio Halperin Donghi, lo que Inglaterra busca en Hispanoamérica, “son sobre todo desemboques a la exportación metropolitana, y junto con ellos un dominio de los circuitos mercantiles locales que acentúe la situación favorable para la metrópoli. Hasta 1815, Inglaterra vuelca sobre Latinoamérica (sic) un abigarrado desborde de su producción industrial; ya en ese año los mercados latinoamericanos (sic) están abarrotados, y el comienzo de la concurrencia continental y el agudizarse de la estadounidense invitan a los intereses británicos a un balance -muy pesimista- de esa primera etapa.”
 
Hubo, no obstante, beneficiarios. Los criollos cipayos que vendieron la gran empresa común al objeto de beneficios materiales que, gracias a su colaboración con el invasor obtendrían prerrogativas propias de tiranos. Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto señalan que “los grupos que “forjaron la independencia” recuperaron sus vinculaciones con el mercado mundial y con los demás grupos locales. Se perfila entonces una primera situación de subdesarrollo y dependencia dentro de los límites nacionales.” Y ahí permanecen dos siglos después de la gran traición.
 
Pero así como no podemos hablar de la Hispanidad sin hablar de una unidad, tampoco podemos dejar caer sobre los hombros de las oligarquías americanas la culpabilidad de lo acaecido –y desde luego no sobre la Gran Bretaña, que no hacía sino cumplir con la función que llevaba siglos cumpliendo (a un perro no se le puede reprochar que muerda ni a una cigarra que cante)-. Fueron las oligarquías españolas –peninsulares y americanas- las responsables de lo acaecido.
 
Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto, al respecto, señalan que “Inglaterra buscaba, por el momento, la libre introducción de sus mercaderías manufacturadas en los puertos de Hispanoamérica, tráfico vital para sus productos hechos a máquina por el bloqueo continental de Napoleón no dejaba entrar en el continente europeo. Había conseguido de la Junta de Sevilla, en enero de 1809, los adicionales al tratado Apodaca-Canning (de alianza anglo-española contra Napoleón, donde España, a cambio del ejército de Wellington y la escuadra que protegía a Cádiz, abría América a la introducción de maquinofacturas inglesas). Aunque ese libre comercio significase la muerte de la industria artesanal criolla, que no podría competir contra los hilados, tejidos y zapatos a máquina de Manchester o Birmingham. En una palabra: España entregó en 1809 la dependencia económica de América a cambio de la independencia política de la metrópoli. Para cumplir lo dispuesto llegó en julio de 1809 a Buenos Aires el virrey Cisneros, y abrió el puerto de Buenos Aires a los productos ingleses el 6 de noviembre. Pero Cisneros no quiso dar una franca entrada a los ingleses (como lo había pedido Mariano Moreno, abogado de los comerciantes británicos, en su conocida Representación) y se limitó a entornar simplemente la puerta del monopolio. Hasta se atrevió a expulsar en diciembre a los ingleses entrados sin permiso y que, aprovechando la situación, manejaban bajo cuerda la plaza mercantil: les dio plazo hasta mayo de 1810 para irse con todas sus pertenencias. Pero en mayo de 1810 quien debió irse fue Cisneros, y los ingleses se quedaron para siempre.”
 
Lo que quedó manifiesto, tanto por la actuación de las Cortes de Cádiz como por la oligarquía criolla fue su voluntad de caer en los brazos del colonialismo británico, y además sin contraprestaciones. Para ello, el virrey Cisneros se apresuró a firmar el edicto de libre comercio firmado en beneficio de la Gran Bretaña, que según señala José Mª Rosa, se concretaba en “12 barcos de frutos del país por la carga de un barco inglés de bagatelas importadas. Libre Exportación del oro, de la plata y de todo el metálico rioplatense para pagar en dinero en afectivo las chucherías manufacturadas.”
 
Pero eso sólo sería el principio del gran expolio. Eric Hobsbawm señala que “en 1814 Inglaterra exportaba cuatro yardas de tela de algodón por cada tres consumidas en ella; en 1850, trece por cada ocho.” Pagando precios desorbitados por bagatelas. Julio C. González, señala que “en pocos meses el país se quedó sin dinero y para restituir el dinero que se iba, comenzaron a concertarse empréstitos que serían pagados con nuevos empréstitos. Todo ello sin variantes. Desde el primer empréstito contratado por Rivadavia hasta el último empréstito celebrado en enero de este año por el Ministro Whebe ” , ministro que fue de economía durante el gobierno de Arturo Frondizi, que sería derrocado por el golpe militar de marzo de 1962.
 
Eso era en las Provincias Unidas. Mientras, “en la Gran Colombia de 1822 a 1824 se obtuvieron recursos por más de 24 millones de pesos.” …/… que se utilizaron para pagar intereses de esos préstamos; armas compradas a los mismos acreedores, mordidas, gratificaciones a altos cargos civiles y militares… y promesas, que es lo que quedaba, para el desarrollo, lo que conllevaría vender las minas y todos los arbitrios del gobierno e hipotecar los recursos para el futuro, “hasta el punto que hacia 1839, en el momento de su repartición entre Nueva Granada, Venezuela y Ecuador, la suma adeudada llegaba ya a 103 millones de pesos; el 43% correspondía a intereses acumulados” , señala Luis Corsi Otalora.
 
Fuente                                Cesáreo Jarabo Jordán

miércoles, 15 de abril de 2015

GENEROSO DESEO




La ideología de la unidad

"La unidad de pensamiento, que de ningún modo quiere decir la servidumbre de la opinión, es sin duda condición indispensable del éxito de todo programa político, y de toda especie de empresas, principalmente de aquellas que por la fuerza, la novedad y la oportunidad del pensamiento se acercan más al éxito que cuando iban sin otro rumbo que el de la pasión o el deseo desordenado, que más perturban que serenan los ánimos y alejan más que acercan, en un país harto probado y harto razonador para lanzarse a tentativas oscuras que no satisfagan su juicio."

(...) "El pensamiento se ha de ver en las obras. El hombre ha de escribir con las obras. El hombre sólo cree en las obras. Si inspiramos hoy fe, es porque hacemos todo lo que decimos. Si nuestro poder nuevo y fuerte está en nuestra inesperada unión, nos quitaríamos voluntariamente el poder si le quitásemos a nuestro pensamiento su unidad."


Fuente                                               José Martí
ojs.uo.edu                         Publicado en "Patria" el 30 de abril de 1892

Leer+ 
La ideología de la unidad en el pensamiento martiano

martes, 14 de abril de 2015

LO QUE APRENDÍ DE LA VIDA



Lo que aprendí de Ángel Pestaña

Tendría yo unos dieciocho años cuando encontré entre los libros de mi hermano mayor un título que me interesó nada más verlo: Lo que aprendí en la vida. Eran dos libritos que juntos sumaban apenas doscientas páginas, editado por ZYX. Mi hermano me los prestó con cariño, sin darme lecciones. Hace unos días que he releído esas páginas con gusto renovado, y ahora deseo glosar a su autor.

Ángel Pestaña nació en 1886, el mismo año que su camarada Salvador Seguí. Éste fue asesinado con 37 años de edad, y aquél estuvo a punto de serlo unos meses antes. Rechazó por dos veces ser ministro de la República y murió con 51 años, por enfermedad. El Noi del Sucre lo apodó El Caballero de la Triste Figura. No tenía tres años de edad, cuando perdió a su madre y a su única hermana. Se puso a trabajar con once, y tres años después se le murió su padre. Natural de El Bierzo llegó a Barcelona en 1914. Había trabajado en ferrocarriles, en una mina y fue calderero. Hombre observador y meticuloso, llegó a hacerse relojero. También en nuestra ciudad colaboró con el periódico libertario Tierra y Libertad y fue director del diario Solidaridad Obrera.

Quiero destacar su dignidad, honradez y franqueza, cualidades que juntas son fundamento de una vida humana. En esas confesiones escritas en 1934, lamentaba su falta de conocimientos: "El obstáculo contra el que he chocado toda mi vida" y que paliaba como mejor sabía. Siempre consciente del objetivo de educar a la clase trabajadora para una vida mejor, comenzó a trabajar por unas ideas que procuraban con desinterés el mejor beneficio para todos y el no hacer daño a nadie; un imperativo de conciencia. Para él, lo fundamental era el hombre. Con los años reconocería que el anarquismo teórico era simplista en sus planteamientos, pero se adhería a su afán de una patria universal. Veía que hay buenos y malos en todas partes, y que entre sus compañeros también había quienes "lo que les arrastraba a la pelea era la ambición de subir, de figurar, de escalar un puesto". Su proyecto era que hablasen las ideas de justicia social y de fraternidad, no el odio de clase.

Aceptando la violencia sistemática, la humanidad retrocede en varios siglos de civilización. Era contundente y veraz al afirmar que "es inútil acumular más odios. Sobran los que hay". Por todo ello, era radical al rechazar la "aberración monstruosa" de contestar a un terrorismo con otro. Al terrorismo de Estado y al de la patronal no le debía responder un terrorismo obrero. Al comienzo, calló y simuló a sus compañeros. Luego se avergonzó de esa actitud y denunció la penosa verdad de "hechos repugnantes, sin justificación alguna": los inductores y los autores materiales del terrorismo obrero eran miembros visibles de la organización. "Estos jóvenes no obraban por su cuenta. No era de ellos la iniciativa de quienes habían de ser las víctimas". "Echaron sobre las luchas sindicales un borrón que sólo el tiempo y la desaparición de la generación que los presenció podrá olvidar por completo". El mal era profundo. "La atmósfera que se formó contra mí en los medios donde esos elementos predominaban era irrespirable", se habló de imponerle silencio por la fuerza.

"Entre la avalancha de trabajadores de buena voluntad que acudían a los sindicatos, venía también esa clase especial de individuos que viven en el lindero incierto que hay entre el trabajo y la delincuencia común. Individuos que un día trabajan, y al día siguiente, si la ocasión se les presenta, roban o matan, que para ellos, al fin y al cabo, todo es igual". 

Consecuencias que trajo ese terrorismo fueron la indiferencia y complacencia de una mayoría del pueblo, insensible ante el crimen, esto es, un envilecimiento social. Asimismo un estallido de intereses de "la gente que perdió la costumbre del trabajo y que no quería recomenzar su educación profesional". 

¿Qué enseñanzas hemos sacado de nuestros errores?, se preguntaba Ángel Pestaña. 

Hubo muchos, y de bulto. También hubo aciertos: "Que España entera nos contempló un día, entremezclada de asombro su admiración: cuando la famosa huelga de La Canadiense fue una de ellas. Dimos tal sensación de poder, de organización de disciplina, que fue asombro de propios y extraños". Pero fue un hecho aislado, "no ha tenido segunda parte todavía, y no sabemos si algún día la tendrá".

Aquella huelga consiguió en 1919 el reconocimiento en toda España de la jornada laboral de 8 horas. Déjenme, amigos lectores, que añore esa CNT que se perdió, la de Pestaña, Seguí, Peiró o Peirats, entre tantos otros. Y que ante este nuevo año brinde por la causa de los trabajadores, los que quieren serlo: abnegados y responsables, soñadores y razonables, flexibles e insobornables, pero intransigentes con las faltas a la verdad y la justicia.


Fuente                                               Miquel Escudero
cronicaglobal 

Leer+ Ángel Pestaña Trayectoria Sindicalista

lunes, 13 de abril de 2015

LA ESPAÑA PERDIDA




Sobreviva España. Defensa de un patriotismo cultural

Siempre es traumático asistir a la demolición de una certidumbre, así en la vida individual como en la vida colectiva. Hoy, en España, estamos viviendo una de esas demoliciones: la extinción formal de la nación española.
 
Los órganos del Estado han reconocido oficialmente, con rango de ley, la presencia de varias naciones en el seno de España. Es una novedad formidable cuyo alcance no puede quedar sepultado bajo el adormecedor ronroneo de la mayoría mediática. La identidad política de España ha venido siendo históricamente nacional, y no otra cosa (imperial, confederal, etc.), desde hace varios siglos hasta la Constitución vigente. Si ahora los poderes del Estado ratifican la existencia de otras naciones en su interior, esto significa que España ha decidido dejar de existir como nación. Como quiera que tal decisión ha venido acompañada por un amplio respaldo de los poderes fácticos y por la inhibición de la mayor parte de la ciudadanía, así como por un reparto efectivo de poder que beneficia a determinadas oligarquías locales, podemos concluir que nos hallamos ya en una vía sin retorno: el esfuerzo de invertir la corriente exigirá unas energías que no parecen existir hoy en nuestro país. España, pues, ha decidido poner fin a su existencia como Estado-nación. Por supuesto, seguirán funcionando las autopistas, los hipermercados y la televisión; al menos, por el momento. Nada, en la superficie, alterará la vida de los españoles. Salvo que cada vez será más difícil saber qué entendemos exactamente por “españoles”.
 
El paisaje de la descomposición
 
No dramaticemos. Las naciones surgen, florecen y mueren. Siempre ha sido así en la Historia. No hay ninguna nación eterna. La Historia es precisamente el ámbito en el que hemos de contemplarnos. Podemos emplear el método que Ortega toma de Mommsen en España invertebrada: reconstruir la trayectoria de la nación española como un proceso dinámico de incorporación, primero, y desagregación después. Hace decenios que las fuerzas de la disgregación nacional parecen imparables. Nunca han faltado intentos, tenaces y sucesivos, de detener el proceso, pero sus éxitos han sido efímeros, incluso cuando parecieron definitivos. En esta perspectiva dinámica, lo que hoy estamos viviendo, a principios del siglo XXI, no puede verse sino como un paso más en la pendiente. Estamos siguiendo el camino marcado por nuestra Historia.
 
Conviene subrayar, por otro lado, que la existencia de los Estados-nación conoce hoy día circunstancias más bien precarias en todo el mundo. Es un fenómeno sobradamente conocido y analizado: al paso de las conmociones geopolíticas y del desarrollo económico, los viejos Estados han ido perdiendo, por arriba, sus competencias de soberanía (la defensa, la moneda, la política exterior), y por abajo, sus competencias de regulación (descentralización, privatización de servicios, etc.). Eso ocurre hoy en todas partes y de manera más acusada en los Estados más desarrollados. Sobre ese paisaje, que es general, en España añadimos la particularidad de nuestra propia historia: un Estado que fue el primero de Europa en merecer el nombre de moderno, donde el brutal efecto homogeneizador de las revoluciones burguesas siempre se mostró más atenuado que en otros países y que, tanto por su veteranía como por su escaso perfil burgués, no creó los instrumentos precisos para uniformizar la identidad política nacional. Esto no es un juicio de valor, sino, simplemente, una constatación. Y el hecho es que hoy España se enfrenta a la crisis general de los Estados-nación con un equipaje bien frágil.
 
Ahora bien, una nación no es necesariamente un Estado-nación. Hay otras formas de vida nacional. España fue nación antes de que hubiera un Estado moderno. ¿Por qué no podría seguir existiendo sin Estado que la sostenga? Esta hipótesis resulta difícil de aceptar a primera vista porque los españoles, desde hace varios siglos, hemos venido depositando en el Estado (moderno) la materialización de nuestra identidad política. Sin embargo, no siempre fue así. Los europeos, en general, estamos acostumbrados a entender nuestra nacionalidad en el marco de un Estado. Pero el Estado-nación es una construcción limitada en el tiempo y en el espacio; es una creación concreta de los europeos en la edad moderna. Después se ha extendido a otras partes, hasta el punto de poder decir que es la instancia política por excelencia en el ámbito de la civilización occidental, pero no es una realidad ni universal ni eterna. Hubo identidades políticas propiamente nacionales –es decir, etimológicamente, vinculadas a una comunidad de nacimiento- mucho antes de que el Estado-nación existiera. Hubo franceses con conciencia de serlo antes de 1789, como hubo alemanes conscientes de ser tal antes de la primera gran unificación. También hubo españoles antes de 1492. Por lo mismo, tampoco es tan fácil decretar la extinción de una nación.
 
La naturaleza de las naciones
 
¿Qué es una nación? He aquí una pregunta que no puede plantearse sin exponerse al naufragio. Limitémonos, pues, a una descripción funcional. Una nación es una identidad política comunitaria. Está compuesta por hombres que poseen una conciencia política común por el hecho de pertenecer a un mismo espacio de vida y de experiencia. El compartir un mismo pasado y un mismo presente crea vínculos que superan la simple suma aritmética de los individuos. Tal conciencia de comunidad política no es algo que nos venga en los genes ni que se derive del territorio, de la religión o de la raza. Es más bien una conquista del espíritu en el escenario de la Historia. Desde un punto de vista antropológico, no hay naciones naturales. Si a lo natural acudimos, puede hablarse de “pueblos” en el sentido que los etnólogos dan al término: grupos humanos que comparten un cierto número de rasgos y que desarrollan una identidad colectiva. La identidad actúa en dos direcciones: hay una identidad ipse que nos dice quiénes somos (“mi identidad”), y hay una identidad idem que nos asemeja (nos hace “idénticos”) al prójimo.
 
Del juego de identidades idem e ipse, que se mueve siempre en varias direcciones a la vez, aprendemos quién es nuestro prójimo y quién es nuestro otro, quién es como nosotros y quién es diferente. Pero un grupo así definido –digamos un pueblo- no es todavía una identidad política y puede que no lo sea jamás: pensemos en los lapones o en los esquimales, por ejemplo. Para que surja una identidad política es preciso que el grupo se vea a sí mismo como tal en el marco de la Historia, que ese sentimiento sea permanente, difundido entre los miembros del grupo y que de él se deduzca, generación tras generación, una tendencia a organizarse también en lo histórico, es decir, para las generaciones futuras. Por ejemplo, los españoles del siglo XIII poseían una conciencia de identidad política que les venía dada por el imperativo de la Reconquista, y ello incluso bajo el dominio de reyes enfrentados entre sí. Aquí es donde podría hablarse ya de nación, incluso si el grupo en cuestión no se otorga ese nombre.
 
Esta perspectiva del concepto de nación tiene poco que ver con las habituales en el debate político o periodístico, que circunscribe lo nacional a la conciencia política moderna, ya sea bajo la forma individualista del citoyen o bajo la forma colectiva del Volkgeist. Es cierto que el empleo masivo del término “nación” aparece con la modernidad política, pero sería absurdo creer que sólo en la modernidad existe una conciencia política colectiva. Basta pensar en el juramento de los jóvenes de Atenas para ver en la Ciudad una forma de identidad política que perfectamente podemos calificar, con ojos de hoy, como nacional. La historiografía materialista ha tendido a interpretar lo nacional como una superestructura del Estado burgués: la burguesía triunfante se apodera del Estado y difunde la idea de nación como una cobertura ideológica para asegurarse la subordinación de las masas. El análisis sería correcto si no fuera porque la idea de nación o, por mejor decir, la conciencia que le sirve de base, ya existía antes de las revoluciones burguesas. La conciencia de poseer una identidad política comunitaria es previa a la propia idea moderna de nación. Puede argüirse, ciertamente, que sólo con la modernidad se convierte la nación en escenario central de lo político. Pero es que no hay sólo una nación política; hay también lo que podríamos llamar una nación histórica, y es justamente ésta la que legitima, en el plano de la Historia, el surgimiento de la nación política.
 
Nación política y Nación histórica
 
Nación política y Nación histórica son dos realidades distintas. La primera es un dato de carácter exclusivamente político; la segunda, que posee un carácter político, es además un dato de carácter cultural y espiritual. La nación política es un concepto típicamente moderno; su expresión más nítida es la equivalencia entre tercer estado, pueblo y nación operada por la Revolución Francesa. La nación histórica es un concepto más amplio: nos habla de una identidad política circunscrita a un territorio, sostenida generación tras generación y encarnada por una unidad de poder variable en la forma (imperios, monarquías de derecho divino, repúblicas, etc.), pero constante en el fondo. La nación política designa la materialización de la identidad política en un espacio de poder: un Estado con sus elites, sus reglamentos, sus leyes, sus competencias soberanas. La nación histórica designa la conciencia de poseer una identidad política común a lo largo de las generaciones: una cultura, una historia, unas tradiciones, un espacio común de experiencia.
 
España, como nación histórica, existe desde que hay españoles conscientes de ser tales, de constituir una unidad profunda y, también, de la necesidad de ocupar un territorio que consideran propio, lo cual acontece en la Reconquista bajo el imperativo de recuperar la “España perdida”. España, como nación política, ha conocido distintas conformaciones desde la desaparición del antiguo régimen, conformaciones edificadas sobre conceptos muy diferentes de la naturaleza del poder, ya fuera en la Restauración, en la II República, en el régimen de Franco o en el actual Sistema de 1978. Bien podría decirse que el problema histórico de España, el llamado “problema nacional”, no reside tanto en nuestra condición de nación histórica, que es bien visible y además muy ilustre, como en la naturaleza de nuestra nación política, permanentemente puesta en cuestión desde las Cortes de Cádiz y, aún más intensamente, desde 1898.
 
La fragilidad de la nación política no tendría por qué afectar gravemente a la solidez de la nación histórica. Precisamente, lo que permite a la nación política sobrevivir, generalmente bajo la herramienta del Estado, es la preexistencia de la nación histórica; es la continuidad de ésta la que confiere legitimidad a la primera. Sin nación histórica, la nación política no es más que una máscara o, por mejor decir, una hueca cáscara. Buena parte de la tragedia de las naciones europeas, en el último medio siglo, es que la nación política ha sido completamente invadida por el Estado y sus elites –especialmente partitocráticas-, las cuales, por otro lado, se han despreocupado crecientemente de lo político para centrarse en aspectos simplemente de gestión, haciendo derivar el Estado hacia el Mercado. Este proceso ha sido particularmente agudo en la España de la Constitución del 78. Se diría que, para apuntalar la nación política sobre bases de cierto consenso, se ha sepultado a la nación histórica. Así se ha ejecutado una mutilación de graves consecuencias: la nación política se ha desentendido de la nación histórica –basta pensar en la Historia de España que se enseña en nuestros colegios- y se ha reducido al dominio formal del Estado, cada vez más lejos de los ciudadanos; la identidad política comunitaria ha perdido su fundamento, el Estado ha quedado vacío de sentido.
 
Importa mucho subrayar esto: lo que hoy estamos viendo resquebrajarse en España –pero no sólo aquí- es la nación política, esto es, la forma material de organización de la identidad política colectiva a partir de las ideologías modernas. Al margen del proceso queda la nación histórica, es decir, la conciencia de pertenecer a una comunidad política con vigencia en la Historia universal. Claro que el hundimiento de la nación política habría sido imposible si, previamente, la nación histórica no hubiera sido previamente ignorada, maltratada, dejada de lado. ¿Parece un proceso excesivamente abstracto, alejado de la realidad vital de los ciudadanos? No lo es tanto: pensemos en nítidos ejemplos de desprecio de la nación histórica como ese de eludir el nombre de España y sustituirlo por “Estepaís” o “Estado español”. Nuestra situación, hoy, puede resumirse así: la nación política reconstruida en España en 1978, para afianzar su poder, marginó a la nación histórica; treinta años después, esa nación política se enfrenta a una crisis sin precedentes, tan honda que incluso renuncia a llamarse “nación”.
 
Lo que hay que salvar
 
¿Quieren acabar con la nación política, es decir, la nación encarnada en un Estado con sus poderes y sus funciones, sus instituciones y sus magistraturas? Bien: que acaben. En esto incluso convenga ser nietzscheano: si algo está cayendo, empujadlo. ¿Qué sentido puede tener ya para nosotros, hombres del siglo XXI, un artefacto administrativo desposeído de sus grandes funciones de soberanía, sin control efectivo sobre la propia economía o la propia milicia, incapaz también de regular la vida pública en el espacio de la vida ciudadana y, para colmo, que ha renunciado a su última justificación, que era encarnar el hecho nacional? Si el Estado-nación español no ha sido capaz de sobrevivir a sí mismo, es que, probablemente, no lo merecía.
 
Ahora bien, hay algo que no depende de un Estado, que no está sujeto a una elite política, ni a los poderes fácticos ni a la mayor o menor mezquindad de los ciudadanos en la plaza pública. Hay algo que está por encima de todo eso, que tampoco se subordina a un momento determinado de nuestra trayectoria colectiva y que seguiría existiendo incluso si la mayoría absoluta del pueblo decidiera destruirlo. Esa potencia capaz de aguantar cualquier desastre y también cualquier traición es la nación histórica: la nación como depósito de una identidad política comunitaria que se ha extendido a lo largo de los siglos. Aquí caben muchas cosas: una lengua (pero también todas las lenguas que se hablan en nuestro espacio político), una herencia cultural, una cierta manera de entender la solidaridad entre todos los españoles, también una urgente defensa de la necesidad de redescubrir un bien común.
 
A esta actitud de defensa de la nación histórica no podemos –ni queremos- llamarla nacionalismo, pues de ella no se deduce una doctrina que convierta a la nación en eje único de la vida pública. Pero sí podemos –y debemos- llamarla patriotismo, porque su horizonte es el amor a la patria, a un ámbito de vida y de experiencia decantada a lo largo de los siglos, que nos ha visto nacer y que deseamos abrazar con la naturalidad y la libertad con que uno abraza a sus padres. Patria o Matria, lo mismo da. En un momento histórico de descomposición de los viejos Estados modernos, de conformación de nuevos bloques de poder y de transnacionalización de las grandes apuestas, la pregunta que debe preocuparnos no es cómo mantener viva la nación política, sino cómo hacer para que sobreviva la nación histórica, es decir, para que España siga existiendo como agente en la Historia universal.
 
A este tipo de patriotismo se lo puede adjetivar como “cultural”, pues su norte es la pervivencia de una cierta forma histórica –la española- de estar en el mundo. También se lo puede adjetivar como “identitario”, pues descansa sobre el propósito de mantener y afianzar lo español como identidad comunitaria. Lo cual no quiere decir que renuncie a lo político, pues esa identidad cultural no sobrevivirá si renuncia a hacerse presente en la organización de la vida pública, en el campo de la discusión y de la decisión. El patriotismo de la nación histórica no desdeña la construcción de una nación política, pero la subordina a la supervivencia de la identidad política colectiva, que es de naturaleza espiritual, no institucional, y cuyo escenario no es el boletín oficial, sino la historia y la voluntad de hacer que ésta perdure.
 
Entenderemos que muchos no deseen seguir por este camino: tal vez pesa demasiado la seducción de un mundo sin identidades ni lazos, sin obligaciones ni herencias, aparentemente libre en su infinita apertura, en su globalización. Pero ese mundo también tiene sus esclavitudes: ya no las del Estado Leviatán, pero sí las del Mercado Behemoth, aquel otro monstruo bíblico al que Hobbes, como contraparte del Leviatán, atribuyó la representación de la querella interminable y de la guerra de todos contra todos, del caos en la indiferencia y en la oscuridad. El mundo sin naciones, ni patrias ni culturas es el mundo de Behemoth. Nosotros queremos seguir teniendo una nación. Léase como un llamamiento a los últimos hombres fieles.


Fuente                                      José Javier Esparza
blogdeesparza  
                      
           (Conferencia en la Universidad de Verano de DENAES, Santander, 2006)

domingo, 12 de abril de 2015

DESCUBIERTA Y ATREVIDA





Capitán de navío Alejandro Malaspina

Carlos IV, al subir al trono en 1788, mantuvo el mismo Gobierno de su padre Carlos III, con Antonio Valdés en la Secretaría de Marina. Por entonces, la Armada se volcaba en las exploraciones científicas para terminar el álbum de las costas americanas, al igual que terminaba el de las peninsulares, encargado a Tofiño. Como remate a esa ingente tarea científica, Valdés ordenó armar dos corbetas, escogió dos comandantes de inmejorable hoja de servicios, renombre y preparación como eran Malaspina y Bustamante, y puso a sus órdenes oficiales versados en matemáticas, medicina, historia natural así como competentes dibujantes. Se les dotó de todo lo necesario y finalmente, se les ordenó dar la vuelta al mundo tomando datos y situando geográficamente lo desconocido.


Fuente                               José Antonio Crespo-Francés
elespiadigital                          Coronel en situación de Reserva.

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